Nani Moretti nació en 1953 en Brunico, Italia. Es director, productor, actor y guionista de cine.
Militante de izquierda, en 1973 realizó sus primeros cortometrajes, como “La derrota”. Desde entonces se desempeñó como actor en su país, a la vez que dirigió, escribió y produjo las películas en las que muchas veces él mismo protagonizó. Entre ellas se encuentran “Abril”, “Querido diario”, “Habemos papam”, “El caimán” , “La misa ha terminado” y “Caos calmo”.
Ha obtenido numerosas distinciones en festivales internacionales por su obra, entre ellas la “Palma de oro” del festival de Cannes por su film “La habitación del hijo”, de 2001, en la que interpreta a un psicoanalista (personaje recurrente en sus películas) al que se le muere un hijo y enfrenta el vacío junto a su mujer y su hija.
En diálogo con “Página 12” por su film “Abril” de 1998, así se refirió sobre su concepción del cine: “Como espectador veo todo tipo de cine, pero como director, por ahora, sólo hago films como “Aprile”. Esta esencialidad, el hecho de que soy el protagonista de mis películas, el hecho de que todos mis films son ambientados en la actualidad, una mezcla de momentos dramáticos y momentos más cómicos o irónicos, son características comunes. Por ahora, me resultó natural realizar este tipo cine y creo que esa esencialidad es una característica que siempre tendrán mis películas”*.
* “Uno cambia poco en la vida” de Laura Términe para Página 12. http://www.pagina12.com.ar/1999/99-05/99-05-16/pag30.htm
Caos calmo, Antonello Grimaldi. Italia, 2008.
El mar sobre la costa es la calma del día y la furia de la noche y de la tormenta y de lo imprevisto que amenaza a cada instante. Brusco e intenso es el contacto que tenemos con el mar a fuerza de conocerlo y desconocerlo; la sospecha que la posibilidad de la catástrofe inminente nos pone en vilo y sin embargo seguimos atrapados por la necesidad y por el ardor del propio encanto que el horror latente nos propone.
El mar es el lugar para comenzar con el caos contenido que propone la película de Antonello Grimaldi. Lo demás, todo lo demás, es una anécdota, y en definitiva toda nuestra cotidianeidad humana es una anécdota que se vuelve suceso por el ingrediente de lo extraño. En este caso: la esposa de Pietro (interpretado por Nanni Moretti) muere, y él queda a cargo de su hija, Claudia. Completamente a cargo, porque se impone estar todo el tiempo disponible para ella, como suponemos que lo habrá estado su mamá, en un mundo de empresarios en el que las mujeres se quedan en casa y se ocupan de la crianza de los hijos.
Se traslada el papel, se gira el rol y él lo interpreta como puede, desde una especie de estancamiento que hace que decida no asistir a la oficina para quedarse fuera de la escuela de Claudia, esperándola. Todos los días. Tiene un puesto jerárquico en una multinacional, así que puede darse el lujo de completar sus obligaciones en la plaza frente a una escuela cualquiera. La empresa italiana transita una fusión con una estadounidense, encabezada por Steiner, interpretado en una sola escena por Roman Polanski. Comienzan a volar cabezas, y se sucede la lucha por obtener los puestos principales en la nueva participación, y sin embargo Pietro sigue tranquilo y aislado de todo eso. Y la historia de sus días en la plaza, sentado, esperando a su hija, comienza a circular… por los ambientes jerárquicos de una sociedad en la que no se ven clases bajas.
En el mar de la primera escena, Pietro y su hermano salvan a dos mujeres de morir ahogadas en el Tirreno impetuoso. La historia circula en la película, como tantas otras historias que se encuentran en esa plaza donde se observa lo cotidiano por la posibilidad de la quietud. Pero es tras este salvataje, y al volver a su casa de la costa, en Roccamare, que Pietro descubre la muerte de su esposa. Hay en todo momento una dualidad manifiesta de caos y calma a lo largo del film. Todo está a punto de estallar, todas las anécdotas y todos los recuerdos reprimidos. Al final nada estalla; Claudia simplemente le pide a su padre que no la espere más afuera, que “ya sabe cómo son los niños… crueles”, que se burlan de ella. Esa escena es la única explicativa del film e intenta poner un poco de orden a un film bastante kafkiano: comienza sin hacer de cuenta que algo está empezando, sino demostrando que ese pseudo-comienzo es parte de una historia que viene sucediendo, el conflicto se presenta al inicio y el personaje intentará adaptarse como puede a esa nueva situación, y la forma en que se adapta adquiere cierto aire de comedia trágica y de extrañamiento que es similar a los K y demás bestias del universo del praguense. En definitiva, esa explicación podría haberse omitido, y sin embargo le agrega y transmite un matiz a la trama que habilita toda licencia autoaceptada por los hacedores de “Caos calmo”.
Y Pietro ve en esos cuatro primeros meses (o un tiempo parecido, la primera mitad del año escolar antes de las navidades en Italia) del primer año sin su esposa, en esa plaza frente a la escuela de Claudia, cómo ese espacio sin dueño en el que pasa sus días tiene también sus cotidianeidades, sus pequeñas historias y singularidades. Ve cómo todo se va preparando vertiginosamente para cada acontecimiento, sobre todo el de la salida de los niños del colegio, y la espera de su hija que está pronta a terminar. “Caos calmo” es una película de la espera, del hombre sentado en un sillón con la esperanza de volver a abrazar a su hija, tal y como ilustra el cartel publicitario del film. Pero es una espera teñida por los acontecimientos en la que los otros no son extraños, sino que la extrañeza se empieza a reconocer y él comienza a congeniar con ese mundo que se le va presentando en el espacio que él eligió. O que sintió que debió tomar. Ve y reconoce a los habitués de la plaza, a los mercaderes, a los vecinos, pero sólo como parte de una promesa mayor, que es su hija.
Y esa promesa también explica la dualidad manifiesta. Explica que existe lo remediable y lo irremediable, y que se debe aceptar lo irremediable. La muerte no es un palíndromo, no se puede volver atrás con la muerte de su esposa. Pero sí se puede remediar lo que está vivo, lo que se puede seguir abrazando, lo que permite seguir avanzando cuando creímos que sólo la quietud nos podría salvar del caos. Como no hay final, la vida continúa.
El empleo del tiempo, (L’emploi du temps), Laurent Cantet. Francia, 2001.
¿Qué se supone que tiene que hacer un hombre de negocios cuando queda sin trabajo?
¿Es de suponer que un hombre de negocios decida hacerse despedir y, además, no busque rápidamente un nuevo empleo para seguir al ritmo de vida en que venía cabalgando?
La primera pregunta no tiene una respuesta, sino miles. La segunda, por suerte, tiene una sola y es afirmativa: Vincent es un caso y conozco de cerca otro similar.
El protagonista de esta película tenía una vida demasiado común y corriente: una esposa, una hija y dos varones, un padre y una madre presentes y dispuestos siempre a estar, a acompañar, un trabajo estable -con un sueldo abultado-, algunos amigos dispersos aunque poco frecuentados, un compañero de trabajo que almuerza diariamente con él y con quien conversa. Dinero, auto, casa, dinero. Sin embargo, desde el inicio de la película -¿dónde empieza una narración? Antes, siempre antes- una pieza de este rompecabezas terminado se ha movido: sorpresivamente, él no tiene ya trabajo. Más adelante en el film nos enteramos de que se ha hecho echar y que no ha puesto ni un poco de voluntad para conseguir otro empleo. Sorpresas.
¿Preferirían no hacerlo?
Además, no cuenta la verdad a su mujer ni a nadie de su familia, sino que recurre a la ficción: inventa un nuevo trabajo en una ONG que le exige viajar a Suiza. Pasa el día pues fuera de su casa, incluso a veces son varios los días en los que no regresa. Pero no trabaja: inventa. En sus ratos libres -siempre en su auto, en algún café u hotel- estudia números y datos que le sirven para sostener la historia que ha inventado sobre este nuevo empleo frente a su padre y su mujer.
Él mismo confiesa en un momento que prefirió seguir en lugar de confesar. Seguir en lugar de hablar.
Por otro lado, para ganar tiempo, crea otra ficción: un negocio no tan legal en el que haría trabajar el dinero en una cuenta bancaria para crear intereses. Cita entonces a un amigo, Fred, y le pregunta si estaría interesado en invertir sus ahorros en una cuenta que a corto o mediano plazo le daría ganancias. Fred acepta y difunde el negocio: le presenta a otro socio con el que no tienen amistad, por lo tanto se muestra más preguntón y desconfiado y le avisa también a Nono, un amigo en común. Así de fácil florecen inversores para Vincent, aunque no es lo que desearía porque sabe que lo que ha propuesto no es real. Está estafando un poco para ganar tiempo. No sabe muy bien cómo saldrá luego de todo este círculo, pero sigue.
Hay que seguir. Seguir: no parar. Ganar tiempo, todo es ganancia, o puede serlo.
En uno de esos días en que finge trabajar –o por lo menos su familia cree que está haciendo eso: trabajar- conoce a un hombre que, al principio nos parece extraño, pero que nos enteraremos de que es uno más de todos nosotros, metido en la calesita de la oferta y la demanda. Este hombre, decíamos, ha escuchado la conversación entre el protagonista, Fred y el tercer interesado en el negocio de la cuenta bancaria. Quiere saber, parece interesado… en realidad, notó en el rostro -o en los gestos- que Vincent no decía la verdad y, con preguntas, este personaje empieza a tirar del hilo y a desarmar la madeja: es quien enfrenta a Vincent con la realidad de lo que está llevando a cabo o por lo menos es el que lo hace dudar y sofocarse.
Por otra parte, este hombre guarda un interés concreto en Vincent: proponerle un trabajo, un lugar en su “organización” encargada de vender baratijas –relojes, pañuelos, playeras, plumas, lentes- traídas de Polonia y sacar provecho de la diferencia. Un reloj lo paga 200 francos, pero lo vende a 1000 y teniendo en cuenta que puede colocar 100 seguros, la ganancia existe. Como es de presumir, Vincent -ex hombre de negocios y empresas vidriadas y lujosas- siente la propuesta casi como una humillación y huye. Aunque la bicicleta de los cálculos marcha ya en su cabeza y por eso vuelve y sí, trabaja un tiempo con esta tarea de buscar mercadería en Polonia, traerla a Francia y venderla como se sabe.
En la primera hora de la película, el protagonista parece haber logrado lo siguiente: sacarse un peso de encima. Respirar. Tener tiempo libre. Respirar. Recibir el día sin innumerables tareas pendientes. Respirar. No sentir cada momento la presión de los objetivos empresariales sobre el cuerpo, sobre la mente, sobre el ser. Respirar una vez más. No hablar, o hablar poco. Necesariamente llamarse a silencio cuando no hay qué decir porque lo que tenemos enfrente es nuevo: una respiración pausada, un día completo para transitar.
Pero en la segunda hora debe enfrentar el hecho de que su familia sabe la verdad y su hijo mayor lo llama cretino. Tocó fondo, pero es un personaje que tiene apoyo afectivo. Su mujer y su padre lo apoyan, parece que lo han entendido. Le dan una tregua. No le reprochan, sólo piden la verdad.
Y, aunque el final es lo que es, nos preguntamos, ¿Vincent quiere que lo entiendan, lo esperen y le ayuden a conseguir un nuevo súper empleo?
Gritos y susurros (Viskningar och rop), Ingmar Bergman. Suecia, 1972.
[Una reseña con algunos años y otras miradas que no toqué, como tratando de respetar lo que fuimos].
Cuando le damos entidad a nuestros temores, las presencias (que siempre estuvieron ahí, esperando a que las invocásemos) no dejan de atormentarnos. Los sentidos se agudizan, cualquier ínfimo sonido es revelador: los demonios han llegado. Los cuerpos que nos rodean adquieren formas de ultratumba. Y no dejamos de sufrir, se nota en nuestras facciones, en los ojos cansados por tanta tensión.
Como le sucede a Agnes, la convaleciente de “Gritos y susurros” de Ingmar Bergman, el temor principal y último de los hombres es la muerte. Los míticos personajes malignos, las grandes fobias, todos terminan prometiendo el desenlace fatal. Y, en definitiva, es a ese desenlace -corporeizado en la forma que fuere- al que le tenemos miedo.
Agnes sabe que va a morir. Su enfermedad no tiene vuelta atrás. “Creo que se nos irá pronto”, le dice el doctor a una de las hermanas con total naturalidad. Pareciera que esta falta de sutileza debería ser cuestionada, pero ya todos están acostumbrados al clima que genera la muerte en esa casa.
Las mujeres de la película (Agnes, María y Karin, las tres hermanas, y la sirvienta de Agnes, Anna) merodean por las habitaciones con sus vestimentas blancas y evitando emitir grandes ruidos. Esta actitud hace pensar que están esperando pacientemente a la muerte, puras como el blanco de sus ropas, para que esta no las encuentre desprevenidas. Y cuando parece que finalmente le ha llegado el turno a la sufrida hermana, las otras dos se cambian rápidamente y mandan a Anna a que también lo haga: “Ve a vestirte Anna. Yo me quedo con ella”. Es casi una expresión descarada, algo así como “ve a vestirte que debemos honrar su partida con nuestras mejores ropas, porque sabemos que es su turno y no el nuestro”. Y, sin embargo, es necesario remarcar que ese descaro es propio de tener a la muerte siempre presente.
Momentos antes de que la enferma entre en una de las peores crisis de su sufrimiento, Karin se queda paralizada al escuchar el sonido del viento que le trae malos presagios. “¿Oyes?”, le dice a Anna. “No, sólo oigo el viento y el tic-tac del reloj”, responde esta. El sonido del reloj acompaña al dolor de las protagonistas. El tic-tac incesante pareciera ser el mayor grito y susurro, ambos a la vez, de toda la película. Esto es ejemplo de lo agudizado de los sentidos ante el acecho de los temores, pero es también la fatal cuenta regresiva. Al principio de la película, el reloj de péndulo que tiene Agnes en su habitación deja de funcionar y esta se levanta para ponerlo en marcha nuevamente. Necesita que funcione, que le avise el tiempo que le queda, que el tic-tac la acompañe, así sea para martirizarla. Ese reloj, en definitiva, es el principal sonido de la casa. “Estoy sentado en mi habitación, en el cuartel general del ruido de toda la casa”, escribía Kafka en sus diarios, denotando su soledad y abatimiento. Justo como el abatimiento de la convaleciente en la película de Bergman.
Otras citas en “Gritos y susurros”
Todo discurso es una cita de otros discursos, porque el hombre tiene historia y los elementos que la cuentan son limitados. El cine, como discurso, siempre ha de citar a otras películas, libros, obras de arte, gestos, sonidos, frases. Como la frase de Kafka, anteriormente nombrada; aunque sea sin intención por parte de Bergman, justamente porque no somos tan conscientes de nuestra consciencia histórica.
Hay otros dos momentos de la película que quisiera retomar como cita. El primero, es una descripción del cambio que nota el viejo amante de María en el rostro de ella. Las diferencias son sutiles, pero la transforman totalmente. “Eres bella. Tal vez más bella que hace unos años. Pero algo ha cambiado… y quiero que lo veas. De tus ojos se desprende una mirada calculadora. Antes mirabas abierta y directamente. Sin disimulo. En tu boca se percibe una mueca de desagrado… antes tu sonrisa era dulce.” Y la descripción sigue. Ella no hubiese notado estos detalles en su rostro si no hubiesen sido nombrados por él. Justo como Dorian Gray -el personaje de la novela de Oscar Wilde-, que es consciente de la corrupción de su alma observando su retrato. Él permanece siempre joven y hermoso, pero el cuadro pintado por su amigo con magnificencia, que ha captado su alma, le muestra día a día cómo su alma se va corrompiendo. Cambios mínimos se descubren en sus facciones, hasta convertirlo en un ser horrendo, al que Dorian oculta por vergüenza. Como el alma de Dorian, el alma de María está atrapada, pero no en un retrato, sino en su cotidianeidad.
El segundo momento es más bien una imagen, una imagen que remite a muchas, que está instalada en el imaginario colectivo, y que es en los contrastes con esas entidades del imaginario donde adquiere su valor intrínseco. Es aquella en la que Anna sostiene en su regazo al cuerpo sin vida de Agnes. La empleada tiene las piernas regordetas abiertas, un sostén de la camisola blanca se le ha caído mostrando parte de su pecho, tiene los ojos cerrados y un aire de sufrimiento en su rostro, de dejadez y de dignidad a la vez. La difunta tiene la cabeza recostada en el muslo de Anna, su cuerpo está encogido, como el de una niña que busca protección.
La sirvienta es la madre que ha perdido a su hija, justo como en su pasado; ella transpola el sufrimiento por la pérdida de su pequeña niña, muerta hace años, en el cuerpo de la ahora difunta Agnes. Ya anteriormente había tenido un gesto maternal para con su patrona, en la escena en la que la acuna contra su pecho desnudo. “Era una relación tan íntima que resultaba vergonzosa”, le dice Karin a María. Había, sí, una relación homosexual latente, que recuerda más a un complejo de Edipo inverso, en el que Anna cuidaba de Agnes como si se tratase de una segunda oportunidad para con su hija; de ahí el enamoramiento.
Esta imagen remite a la madre que sufre, desgarrada, la muerte de su hijo. Es también Hester Prynne, la portadora de la letra escarlata en la novela de Hawthorne, tras ser acusada de adulterio; sólo que, en este caso, Anna lleva la carga de los cuerpos de aquellos seres queridos que no pudo salvar. A su vez, es la imagen del nacimiento y de la madre, el ser naciendo por entre sus piernas, la angustia del desprendimiento. Y, finalmente, es también la imagen de la prostituta, la desgarrada de todas sus telas que se abre de piernas ante el nuevo animal que la acecha. Es todas esas imágenes, y a la vez ninguna, porque el poder de estas citas es crear algo nuevo y no, simplemente, repetir lo que ya existe.
El rojo… y los gritos… y los susurros…
La habitación de Agnes es completamente roja: sus paredes son rojas, su cama lo es, sus colchas y hasta un sillón. El rojo, que simboliza la sangre y también el fuego, nombra a los demonios constantemente (desde el relato bíblico, el infierno de Lucifer es un lugar de padecimiento en el que las almas impuras arderán eternamente).
Ese rojo que llama a los demonios y, con ellos, a los miedos, y que además refuerza el clima de muerte, es el mismo que se utiliza para el fundido encadenado que separa y une las secuencias de la película. Rojo acompañado de susurros que, de insistentes, se vuelven incómodos; generan terror, porque acechan, están ahí y no se puede escapar de ellos.
Las escenas de “Gritos y susurros” transcurren, en gran parte, en lugares cerrados. Solamente en dos momentos el espacio se libera del claustro, y la cámara circula por el parque de la casa de Agnes. Al principio de la película se ven los frondosos árboles y estatuas. Al final de la misma, las cuatro mujeres caminan por el parque, con vestimentas blancas. En esta última escena, ellas son las estatuas, ellas son elementos del paisaje, con un dejo de nostalgia, como recordando a las figuras del pasado.
Entre estas dos escenas el rojo se destaca, y los susurros que unen y separan los momentos dolorosos de sus protagonistas. Entre estas dos escenas, Agnes grita; entre estas dos escenas, las otras tres mujeres ahogan sus gritos, porque no le está permitido a una mujer gritar si no es para parir, si no es porque el dolor ya es insufrible. Y esto no es nada viejo… las mujeres siguen siendo silenciadas en el mundo patriarcal. ¿Acaso los alaridos -y no “las alaridas”- se pronuncian con boca de mujer?
Leímos la nota de Carolina Amoroso para La Nación “Las claves de las series de la era de oro”, y no nos convenció demasiado. Acá les dejamos nuestra apreciación, de la que recuperamos sus claves y una frase con las características básicas, y discutibles también, de las series estadounidenses que nos llegan. Compartimos esta nota en el Programa 23 de “Los caprichos de Julie Delpy”.
Gran parte de los contenidos que actualmente exporta EEUU al mundo, y que nos llegan con mucha fuerza, son las series televisivas que coparon la pantalla en los últimos años. Hay series de todos los géneros, para todos los gustos y que, como siempre, intentan abarcar a la diversidad del público en todo el mundo. Series mainstream pero “con fuerte marca autoral”* que “toman la libertad creativa del cine indie para crear historias para audiencias globales”*. ¿Qué es lo que hace que series como “The Big Bang Theory”, “Games of thrones”, “The walking dead”, “The office”, “Breaking bad”, “Lost” y tantas otras tengan éxito más allá de los límites geográficos estadounidenses y en especial en Argentina? Por lo general, con mayor o menor vuelo poético que se conciba, las series televisivas estadounidenses siguen teniendo la pizca de la industria que hace que sus productos sean consumibles en cualquier parte del mundo. Demasiados estudios de mercado, pruebas y errores (los menos) y presión de los inversores hacen que todo lo que se presente en las distintas temporadas roce el límite, con suerte, pero siga atrapando. Carolina Amoroso, de La Nación, comparte las claves del éxito de estas series: la originalidad de las historias, los equipos eclécticos que combinan nombres conocidos con nuevos talentos, el riesgo en la realización que privilegia la búsqueda del sello estético, la libertad creativa (por ser productos del cable y no de la TV pública, por lo que no tiene censura), y la posibilidad de los autores de controlar por completo el desarrollo de su obra.* En general, no estamos tan de acuerdo con algunos de estos puntos, pero algo por ahí hay. Dos productos estadounidenses ponen en jaque algunas de estas cuestiones, como la libertad creativa o el hecho de que los autores sean dueños de su universo: la serie “Episodes” y el film “The TV Set” demuestran que las series se van limando rápidamente hasta ser un producto más de las empresas que las comercializan y que en general sólo buscan números. Claro que hay grandes obras en todas estas producciones. Recomendamos “Louie”, una serie que lleva cuatro temporadas y que va por la quinta. Escrita, dirigida y protagonizada por Louis C.K., la serie -casi como un film- pone a un comediante de stand up separado y con dos hijas en el centro de la escena, en la que Nueva York es el centro de las historias y de los problemas. Un retrato de la tragedia cotidiana que pareciera no agotarse nunca y que da una vuelta de tuerca a los prejuicios y las vanidades con humor.
* “Las claves de las series de la era de oro” de Carolina Amoroso para La Nación (19/08/2014). http://www.lanacion.com.ar/1719720-las-claves-de-las-series-de-la-era-de-oro
[DOBLADO]
(Space Oddity – David Bowie)
– ¿Quieres de dejar de imitar a ese marica de mierda? Nos van a tomar por una panda de imbéciles. Mis gloriosos hermanos (C.R.A.Z.Y.), Jean-Marc Vallée. Canadá, 2005. Ir a descargar
Segundo relato: Las ratas.
Nombramos la violencia en todas partes.
Hay violencia en un comentario despectivo.
Hay violencia en la risa tras un comentario irónico y despectivo.
Hay violencia en el guiño que le sigue a la risa tras el comentario irónico y despectivo.
Hay violencia en el “Nena, ¿qué mierda hacías que no me atendías?”.
Hay violencia en cualquier respuesta que esa afrenta pueda provocar.
Hay violencia en el “metete en tus cosas”.
Hay violencia en la velocidad con que corre un auto.
Hay violencia en el tipo sentado al volante, pisando ese auto, negando el paisaje, queriendo pasar al que va adelante
Hay violencia en la seña de luces insistente.
Hay violencia al bajar el vidrio, gritarle “negro resentido”, pisar y extender el dedo medio como una antena de odio.
Hay violencia y hay odio en la puteada que le sigue a la goma pinchada y a la serie de comentarios irónicos que acompañan a los llamados a las operadoras para solucionar tu problema que es siempre el más importante.
Hay violencia, también, en la demolición.
Hay mucha violencia en una demolición.
Hay muchísima violencia en el disfrute de una obra en demolición.
Y hay violencia en la apariencia de la sonrisa cotidiana.
Hay violencia en creer tener los argumentos infalibles.
Hay violencia en la atención desinteresada, también.
Hay violencia en la atención a números como patentes en un registro cualquiera.
Hay violencia en todo lo que le sigue a eso, incluida la vela de cumpleaños en la cárcel.
Hay violencia en las puteadas. Hay violencia en hacer de las puteadas una forma de vida y de relacionarse; hay violencia en olvidarse de dónde viene tanto odio.
Hay violencia en golpear y salir corriendo.
Hay violencia en creer y hacer por la impunidad que da el dinero.
Hay violencia en la impunidad, en que el dinero dé la impunidad, en que la impunidad sea posible, en que sea posible para comprar la infelicidad de los otros.
Hay violencia en el “arreglate”, en el “yo te di todo”, en el “nos arruinaste la vida”.
Hay violencia en la fiesta armada hasta el hartazgo, en las sonrisas cómplices, en el bailecito-trencito-feliz, en el brazo extendido a lo “¡Ehhh capo, qué bueno verte!”.
Hay violencia en la mentira, en la falsedad de una noche maquillada, adornada, planeada, noche del “todo tiene que salir bien” y “hay que sonreír”, en el “¡Aayyyy esa canción!”, ¿cómo se llamaba?
Hay violencia en que nadie lo sepa y que todos simulen saber.
Hay violencia en los comentarios alrededor de la pareja, en el engaño cuando es engaño y no un preacuerdo, que también puede ser violento.
Hay violencia en una corrida desesperada, en el viento de la noche y la tormenta cargada que ya llega, y está a punto de explotar.
Hay violencia en todas partes y siempre está a punto de estallar.
Estallar es lo que conocemos como violencia. Quien estalla es el depositario de la violencia administrada y suministrada por los otros, que por oposición ya no son violentos.
Quien estalla merece la violencia, merece el azote, el martillo, la denigración, la risa final.
Hay violencia en la llamada “risa final”.
De ahora en más, es violento el que merece la cárcel (que es violenta), el desprecio (que es violento), la negación (que es muy violenta).
Todo lo demás, todo lo que nos pasa, no es violencia. “¿Cómo podés decir que es violencia si estas cosas pasan? ¡El asesinato es violencia! ¿Cómo podés decir entonces que yo soy violenta?”, dice a los gritos y sacándose la bufanda por el calor repentino.
Somos violentos pero hemos decidido que ellos, un pequeño grupo de nadies nombrados una y otra vez en las noticias sean los violentos a reprimir.
Reprimir es una enorme fuerza de violencia, pero es un valor que nos hace loables. Como putear en joda, porque “yo hablo así”.
Hay una violencia castigada en la que nos gusta cobijarnos (pero esto, entre nos, que somos la estirpe de los violentos).
En esa cobija también queda lugar para el “y vivieron felices para siempre”, justo después de que sospecháramos que él agarraba ese cuchillo con tanta determinación para cumplir con el “hasta que la muerte nos separe”.
El sólo “no lo puedo creer, ¿después de todo lo que se han hecho siguen juntos?”, es muy violento. Pero nos parece más conveniente no meternos.
Allá ellos con su felicidad bañada en sangre. “Relatos salvajes” de Damián Szifrón (Argentina, 2014).