Los resucitados (Les revenants), Robin Campillo. Francia, 2004.
Caminan lento, hablan repitiendo, tienen la cara achatada y parecen expectantes. Algo va a suceder.
Los resucitados son zombies como el mismo Cristo. Ahí tenés. Pero, como Cristo, son anti-zombies, anti-género, llenos de esperanza. O así parece. Llegan de sus tumbas aún frescas. Buscan a sus familiares, a sus amores perdidos por eso que les vino a pasar, que fue la muerte. Lentos y perseverantes, y casi sin palabras, pero con esa sonrisa de calmante y los ojos tan cansados que pareciera que de momento a otro van a arrastrar a todo el mundo a cualquier forma del infierno. Pero no.
Deben oler. No se sabe, pero se supone. Están fríos, algunos más fríos que otros. No duermen, pero simulan. Y estos no comen, o muy poco. En la miniserie basada en la película se comen todo. En la película no tienen tanta hambre. Más bien pareciera que ya han tenido suficiente del mundo. Entonces, ¿por qué vuelven? ¿Por qué vinieron si quieren irse?, dirá uno de los exviudos.
Los muertos de hasta 10 años atrás, más o menos, han vuelto en todo el mundo. La película de Campillo se centra en la reaparición de doce mil cuerpos en las calles de una ciudad y su reinserción en la sociedad. Explica menos que la serie, y por eso es inmensamente más amplia. Da lugar al batallón de preguntas que sí se hace el espectador, cosa que no ocurre con una película de género. El género de por sí revela el conjunto de conocimientos que deben tenerse para enfrentarse a una película. Pero “Les revenants” es cosa aparte. Los zombies, monstruos del terror y lo bizarro del cine mainstream, acá se presentan sólo como la posibilidad de ¿qué pasaría si los muertos se deciden a volver? ¿Cómo sería el encuentro? Claro que este es sólo uno de los encuentros posibles de esa posibilidad, pero no se la pasan comiendo tripas.
Todo lo que sí se explica en la película es producto del dispositivo militar desplegado en cada poblado del globo para hacerle frente a lo desconocido. El relato cinematográfico en “Les revenants” sería por demás convencional sino interviniera la investigación militar, bajo las formas políticas que se quiera. Al encuentro de los muertos vivos con sus familias, o con la soledad total, le acompaña el relato de puertas adentro de los mandamases de cada distrito que desarrolla las técnicas necesarias para, primero, acoger a los llegados, y segundo, cuidarse de ellos. Los resucitados también se reúnen; claro que han vuelto por algo, no podía ser para menos. Ante estas reuniones, el arsenal estratégico de poder y coerción comienza a prepararse. Aunque la invasión ya ha llegado.
A la cámara que cuenta, la acompaña la cámara que investiga, que espía, que está dispuesta a delatar: globos con cámaras térmicas, pistolas con cámaras infrarrojas, un Gran Hermano del que no debemos preocuparnos, ríen por ahí. Tampoco hay que preocuparse por las drogas que siguen apareciendo, apurados fármacos para mantener tranquilas a las bestias, a las que acusan de muy activas… Pero, ¿cómo? Se mueven despacio, casi no hablan, ni trabajar pueden. Mejor prevenir que etcétera.
Y el aparato se completa con las investigaciones de todo el mundo. Rápidos análisis sobre el uso del lenguaje, comportamientos, vaya uno a saber cuántas otras formas de mantener subyugadas a las especies. Acá, porque es historia de aparecidos corpóreos; sino todo sonaría no tan lejano, más del mismo cuento de siempre.
En el medio, los encuentros. Tres historias: el niño Sylvain que vuelve con sus padres; la anciana Martha, esposa del mandamás de la ciudad, que le devuelve la ilusión y le roba el último suspiro al anciano; y el enamorado Mathieu que intenta recuperar un amor, o tal vez no.
Ellos, que son acogidos, y los otros acogidos y los que han quedado en los refugios, vuelven para marcharse por unos túneles subterráneos. De la tierra vuelven a la tierra, y todo así. No se sabe hacia dónde van, seguro que a la muerte no. Pareciera que no pueden morir de nuevo, tan sólo quizás desaparecer en sus tumbas. ¿Qué buscaban? ¿Hacia dónde van? No se sabe. Pero sí que han desestabilizado a los que estaban vivos: los han hecho enfrentarse a lo impensado, aceptarlos nuevamente en sus casas y crear planes inmensos para que vivan en sociedad. Todo para que una noche hagan explotar unos centros y se metan en los túneles con rumbo desconocido. Historia sabida también: dieron el toque de queda, y los muertos que no corrieron lo suficientemente rápido cayeron asfixiados por la droga que los humanos organizados venían preparando para ellos. Para ellos mismos, para salvarse.
En toda historia en la que invade lo desconocido (extraterrestres, zombies, orientales, bolivianos, o lo que sea si el acontecimiento se vuelve muy xenófobo), aparece la milicia para devolver la tranquilidad a los verdaderos dueños de todo esto, que es el pueblo norteamericano en el 90% de los casos. Del otro 10%, sólo una parte muy pequeña da la posibilidad de que nos quedemos con las dudas. Probablemente la música de “Les revenants” es la que instale la idea de terror, pero cuando termina el film, cuando ya se han retirado de las calles, lo que sigue flotando es esa posibilidad.

Borgman, Alex van Warmerdam. Holanda, 2013.

La pesadilla toma cuerpo y se instala en casa.

Podemos, de vez en cuando, sospechar acerca de la existencia de otros mundos o de otros modos de habitar este, pero siempre como mundos o modos paralelos al nuestro. ¿Y si se mezclaran? ¿Y si las paralelas se tocasen en un punto? Sobre la base de estas preguntas, nos parece que comienza a hilvanarse la trama de Borgman, como una entre muchas otras posibilidades.
“Y descendieron sobre la tierra para reforzar sus huestes”: primera frase de la película. Leemos esto antes de que tres hombres –uno es un sacerdote- armados y un perro salgan a la caza, al menos así parece. Cazar quieren, pero a unos hombres subterráneos que tienen como un micro mundo bajo tierra y celular para llamarse. Uno de ellos es Borgman, a quien seguiremos en este periplo.
Corre por ese bosque para avisar a dos de los suyos que hagan lo mismo: es necesario huir. Un detalle: sale de debajo de la tierra y el cura pasa muy cerca, sin embargo no lo ve. Esto se repetirá en otros momentos de la narración… su cuerpo parece etéreo. Liviano.
Llega a la ciudad y pide bañarse. Así, toca el timbre de una casa y pide un baño. Lo atiende un hombre joven: 35 años aproximadamente, es un nuevo rico burgués acomodado, Richard. Le dice que no, que él no deja entrar desconocidos y que se vaya. Borgman –quien un minuto antes la había visto abrir una ventana del primer piso- le dice: Conozco a tu mujer, se llama María, me cuidó en el hospital. Richard mira a su mujer y le dice: Se llama Marina, no María y no es enfermera. Borgman insiste: Sí, me cuidó unos meses, me leía historias por la noche y hasta se acostaba conmigo. La historia no le agrada Richard y lo muele a palos. Marina ve a su marido sacado e intenta calmarlo, pero es tarde: los instintos ganaron esta pequeña batalla cotidiana que se transformará en algo mucho más grande, más temible. Aquí comienza a propagarse algo que despiden Borgman y los suyos, algo a lo que podríamos denominar cierto mal.
Primero: la duda está sembrada. Richard al cerrar la puerta lo primero que hace es preguntarle a ella qué significa esa situación, quién es ese tipo y le recuerdan que se habían jurado honestidad. Ella vuelve a repetir que no lo conoce. La situación pasa, pero quedan dos cosas: Borgman está en la casa y Marina siente un enojo y un rechazo importante hacia su marido devenido en violento.
Segundo: el baño y el hospedaje. Marina al encontrarse con Borgman en su casa finalmente –y como un modo de remediar la golpiza- le permite un baño, una cena y una estadía en una casita del fondo. Borgman le pide quedarse por unos días hasta reponerse. Ella le lleva comida y lo atiende.
Después de la primera noche de este extraño clochard en casa, Isolde –la menor de los tres hijos de Marina- se despierta sintiéndose mal. Durante la segunda noche, unos galgos flaquísimos y etéreos como Borgman recorren la casa. Ya en la tercera noche, Borgman le induce pesadillas a Marina sentado sobre su cuerpo dormido, cual íncubo: sí, la posición de Borgman desnudo sobre ella tiene como referente el cuadro de Henry Fuseli.
Al cuarto día, Marina sorprende al protagonista yéndose por el bosquecito de atrás de su casa y lo detiene. Él le dice que está aburrido que quiere jugar. Ella le responde que no debe irse, que se quede haciendo algún trabajo. Aquí se traba una complicidad que irá poniéndose densa. A tal punto que Marina en un momento le pedirá a Borgman que mate a Richard, luego de ser ella cómplice del asesinato silencioso y sin rastros del jardinero de la casa.
Borgman deviene en jardinero y trae a los otros subterráneos del comienzo a trabajar y a vivir en esa casa. Asistimos así a la propagación total del mal. La casa tomada, por completo. La pesadilla como una tela de araña ha invadido todos los rincones.
La trama y las situaciones son algunas más, pero la idea es esa: ya no hay salida. Estos hombres –y dos mujeres que trabajan con ellos- ya son dueños y señoras. Tomaron la casa, las mentes, la niñera y los hijos de ese matrimonio. El mal como metástasis en un cuerpo, se ha propagado.