Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso), Giuseppe Tornatore. Italia, 1988.

Cinema Paradiso: el arte de narrar

Cinema Paradiso es la historia de una vida que corre en paralelo a la vida de un cine como espacio y a la Historia del cine como arte: sus idas y vueltas, sus progresos, sus luchas y sus victorias. La vida de una persona y la vida de un arte pueden contarse a la par y para quienes amamos las historias perfectas, esta nos hace llorar una y otra vez, aunque la hayamos visto cinco veces.
Salvatore es un hombre adulto que vive en Roma, rico y muy ocupado hace décadas que no vuelve a su pueblo natal para visitar a su familia –al menos, esto creemos al principio, pero la razón es mucho más profunda. Una noche, recibe la noticia de una muerte: la de Alfredo, su guía en la infancia, en la adolescencia, siempre. Aquí, el presente de la narración, pero como siempre nos preguntamos: ¿dónde empieza una historia? Y como acostumbramos a responder: antes, siempre antes.
Volamos entonces a la infancia de Salvatore, cuando es Totó: inteligentísimo, tierno, travieso y apasionado. Ama la cabina del cinematógrafo. Su fascinación ante las películas y el aparato que las hace posible a los ojos de su pueblo lo llevan a estar merodeando un lugar peligroso. En ese tiempo aún, las cintas son altamente inflamables. Tanto así que el propio Alfredo, experto en ese trabajo de proyectar se quema una noche solidaria y queda ciego, pero sobrevive gracias a Totó que, ante el pánico generalizado recuerda que en esa piecita que se quema está él, su amigo entrañable, su otra mitad.
Alfredo dice ver más desde que quedó ciego y le ordena que se vaya de ese pueblo pequeño y pobre. En la infancia del protagonista, además, somos testigos de los estragos de la guerra y sus saldos: la muerte y la pobreza. El padre de Totó por ejemplo no regresa del combate y deja a una madre que con poco hace lo posible para subsistir con sus dos hijos. Lo logra con esa fortaleza estoica de quien entiende que la vida es dura. Totó, en cambio, afronta su situación desoladora dejándose llevar por historias que ve en el cine y que lo envuelven y lo hacen un volador nato, alguien capaz de vislumbrar que la vida también es otra cosa, que la vida está también un poco más allá de lo palpable de la miseria. En fin, es un niño cuyo mundo se ha ensanchado gracias a los artilugios de un arte que lo apasiona. Esta es la pasión nata que ve Alfredo y que lo impulsa a darle el consejo de irse a Roma porque es un viejito ciego que entiende que toda esa pasión puede ser el motor para cosas enormes. Y tiene razón.
Pero la huella de lo vivido en la infancia y en la adolescencia: las travesuras, el primer amor, el coraje y la inocencia quedan siempre tatuados en la piel y Salvatore recuerda todo perfectamente y sabe que esa fue su vida y hacia allí vuelve. Retornar a la tierra natal para un funeral o para cualquier cosa. Retornar no es dar marcha atrás. Retornar es avanzar.
La sorpresa: la mujer de Alfredo le dice a Totó que su marido dejó algo para él. En contraposición a la realidad del cine del pueblo que está por demolerse –la crisis, la TV, los casetes-, Alfredo le deja a Totó un legado eterno: todas las escenas que en años de proyecciones el cura había censurado: besos, caricias, movimientos pornográficos para la época que al sonar la campanita el cura ordenaba quitar. Y el público se quejaba, eso sí: Nunca un beso.
Y el cine se cae, es demolido. Y las caras que vemos, viejas ya, con años encima, parecen caras de nuestra propia vida, de nuestros vecinos que vivieron con nosotrxs experiencias colectivas. Eso es Cinema Paradiso, la historia de una vida en paralelo con la vida de un arte y que a la vez puede pensarse como la historia de todas las vidas: tramas que se arman y se desarman como el tejido de la madre de Totó cuando escucha el timbre y sabe que es el hijo que ha vuelto.

Be kind rewind, Michel Gondry. Reino Unido-EE.UU., 2008.
“Todos los ojos observan”. Probablemente esa expresión se volvió una de las imágenes más válidas del siglo XX que aún no termina. Es la imagen del que especta, del que mira desde afuera, del que no se pierde detalle, del que está atrapado por el horror, por la locura, pero también por la maravillosidad del espectáculo. El siglo XX comenzó con las guerras, y los ojos no se perdieron detalle. Pero, antes, el siglo XX había comenzado con los medios masivos de comunicación, y con ese acto de mirar, de observar, de mantener a la fuerza los ojos abiertos para no perderse detalle. Y el cine nació antes que el siglo. “Todos los ojos observan” es válido para otras edades, siempre hay algo para mirar, pero “todos los ojos observan” tiene un nuevo valor cuando es la única parte del cuerpo en movimiento.
Benjamin dice en “Experiencia y pobreza” que la guerra mundial (la primera, murió durante la segunda) terminó con el relato de la experiencia, con la anécdota de lo vivido. Que sólo dejó el horror, la palabra inconexa, el grito desgarrado. No lo dice así, pero es la idea. No es que ya no haya nada para contar, pero sin lugar a dudas que esa órbita incesante de cambios y golpes a las estructuras hicieron que el cúmulo de historias se concentrasen en otra parte. En la radio. En la televisión. En el cine, claro. Todo junto en internet, ahora. Y parece seguir desarrollándose. Esa incapacidad de recobrar lo propio, de exponer la voz propia, de recuperar las historias de nuestras vidas.
Un mundo que observa no es un mundo que haga demasiado. Aunque hay que ser un buen observador para poder actuar. Sólo que estamos formateados para un entrenamiento eterno.
“Be kind rewind” es muchas películas, y no sólo porque necesitan regrabar los VHS que perdieron en un infortunado acto de vandalismo. Es muchas películas porque comienza siendo una locura adolescente de Jack Black, para pasar a un ardid creativo por recuperar una tienda (el desenlace de la comedia de enredos), para terminar con unos diez minutos finales de ojos que se observan, un “Cinema paradiso” en el que el último truco es el que termina contando. Y, en el medio, siempre incrustada, la historia de amor.
En una historia en capas vale la pena mantener la paciencia para el final. Aunque nada tenga desperdicio, en verdad. Jack Black magnetizado borra todas las copias de una tienda de alquiler de videos que está, por unos días, bajo el cuidado de su mejor amigo. La escena en la que se magnetiza es bien de la llegada de “Terminator”, pero la recreación pura de títulos conocidos del cine llegará cuando necesiten videos para alquilar. Hacen remakes con la calidad de Ed Wood o peor, y a eso le llaman películas suecadas. Suecada porque con un nombre extranjero siempre suena mejor, incluso para Norteamérica. Y el barrio se apasiona. La bolilla se corre y llega gente de todos lados para pedir la versión suecada de su película favorita.
Pero también llegan los buitres, los que cuidan los intereses de las grandes franquicias, les rompen todas las cintas y los amenazan con un juicio por derechos. No son los únicos buitres carroneando la tienda: con la excusa de no contar con los requerimientos básicos para funcionar, un emprendimiento inmobiliario planea tumbar el edificio y robarle la historia a ese comerciante negro amante del jazz.
Robarle la historia. Volver la experiencia nula, irrecuperable. El dueño del video sabe que no podrá conservar el lugar, pero forma parte del último intento del grupo de hacedores aficionados por recaudar fondos para pagar las deudas. Hacen una nueva película; completamente nueva, no una remake. Cuentan el mito que fueron construyendo de ese músico de jazz que recorre la película, que supuestamente nació en ese video, que supuestamente es del barrio. Tienen una semana para hacer la película sobre Fats Waller. La exhiben en la última noche de ese edificio. Van cien personas a verla y cada uno paga la entrada para asistir a su propia película, esa de la que sí son parte, y no sólo por identificación. Películas con pasión, dirá el personaje de Mia Farrow. La pasión es la de contar y ver lo que uno lleva dentro, y no es para nada una mala definición.
En mitad de la proyección llegan a reclamar que desalojen para proceder con la demolición. Los dejan terminar de proyectar. Pusieron una sábana contra el vidrio y ahí pasan sus cuerpos mientras los ojos observan. De un lado y del otro. Sí, del otro. Porque fuera del edificio se produce la verdadera exhibición. Policías, vecinos, transeúntes, curiosos, todos se han quedado paralizados, muertos de risa, admirando una historia que es ajena, pero no tanto. Son los últimos diez minutos de la película. Ya no hacen “Ghostbusters”; es más parecido a “Cinema Paradiso” cuando no hay lugar en la sala y Toto y Alfredo la proyectan en la puerta de un edificio ajeno. Esa misma noche Alfredo perdió la vista. Pero le quedaron los recuerdos.
¿Por qué los ojos sólo observan, paralizados, el transcurrir de la historia? El siglo XX, más allá de los años, terminará cuando esos ojos vuelvan a ser parte de su propia historia. Mientras tanto, eso que llamamos tiempo, seguirá en pausa.