Tire Dié, Fernando Birri. Argentina, 1959.
En medio de una dictadura cívico-militar: filmar democratizando la voz, repartiendo la posibilidad de hablar entre los que menos –o nada casi- tienen es el objetivo de Tire Dié, el documental que Fernando Birri filmó con un grupo de alumnos entre los años 1956, 1957 y 1958.
Lo primero que vemos en este film es una panorámica de la “pujante ciudad de Santa Fe” y oímos estadísticas, es decir, datos brutos de lo que se gasta y se malgasta para llegar luego a una barriada más que pobre. El ojo se achina y todas las imágenes siguientes se centrarán en esa nada, en esos ranchos y en esas caras con hambre que respiran injusticia.
Las estadísticas del principio dan paso intempestivo a los nombres propios y a las historias similares de las personas que habitan esa pobreza. Su día a día en el que deben rebuscársela, tironeando y sacrificando los cuerpos y las almas. En esos relatos, una actividad se repite: el tire dié. Los niñxs cuando no van a la escuela, van al tire díe. Y mendigan a los pasajeros del tren monedas. Piden desde abajo –siempre desde abajo y los otros están arriba- diez, veinte centavos. Lo que sobre arriba, va para abajo, en el mejor de los casos.
La lógica del tire dié es la lógica social del momento: de siempre. Algunxs viajan, otros piden. Algunos están sentados y miran, otros corren para agarrar algo. Una pasajera del tren masca chicle y hace globitos mientras los niñxs sólo ansían, con suerte, el dulzor de una mandarina en los labios.
Y las monedas también sirven para ayudar a la economía familiar: se compran los cuadernos y a veces, hasta los lápices. O se las entregan a la madre para la levadura del pan de algunos días. Y así marcha el mundo sobre los rieles de la desigualdad.
El cine como documento de la realidad es la herencia que Birri trajo de su paso por Italia y en especial del neorrealismo italiano, movimiento que lo marcó y lo llevó a torcer el ojo y colocarlo sobre aquello que sangra. Denunciar es uno de los objetivos, claro, pero no menos importante es la decisión política de dar voz a lxs olvidadxs. Ponerles la cámara enfrente y dejarlos hablar, tejiendo la historia personal en clave política.
La vida en las villas es consecuencia de gobiernos corruptos, sí, pero algo hay que hacer frente a eso. La salida no es resguardarse en echar culpas al estado, sino que reconociendo nuestras faltas como sociedad hay que salir a la calle y ver. Filmar es ver: Tire dié es una mirada y el ojo de lxs espectadorxs no puede cerrarse, hay que mirar y pensar. Recordar. Conocer y saber que hay otras vidas que se ocultan detrás de una frase altamente repetida y que escuchamos también en este documental en boca del centinela del tren: “Esta gente vive así porque no quiere trabajar”.
Morder esas palabras hasta dejarlas sin peso pensando en términos más humanos y preguntándonos: ¿a quién se le ocurre elegir la pobreza? Banal la frase y malvada. Lo que hay es un sistema que excluye y deja afuera, abajo y pisotea. No hay personas que eligen la pobreza, así como tampoco lxs ricxs eligen nacer con plata de sobra.
Noche y niebla (Nuit et Brouillard), Alain Resnais. Francia, 1956.
Incluso un paisaje tranquilo, incluso una pradera, con cuervos volando, con siegas y con hogueras de hierba, incluso una carretera por donde pasan los coches, los labradores, las parejas, incluso un pueblo de veraneo con campanario y feria puede transformarse simplemente en un campo de concentración.
“Noche y niebla”, texto de Jean Cayrol.
¿Cómo hacer cine sobre el holocausto sin mostrar el holocausto? ¿Cómo hacer un documental sobre el holocausto sin que los documentos duelan?
Para dejar la huella marcada cuando, merced al tiempo, todo rastro se quiere borrar, es necesario remarcar la crudeza, si es crudo lo que se retrata. No son válidos los eufemismos. No pueden ser válidos porque si el dolor es inmenso no hay nada que acallar.
Renais desnuda las huellas. O, mejor, utiliza la palabra para desnudar la huella que el paso del tiempo se ha encargado de ocultar. El tiempo y el hombre que escribe la historia.
Ahí donde ahora hay un prado antes hubo muerte. Para poder mirar hay que saber, y “Noche y niebla” expande los treinta minutos con la palabra y la imagen: cuerpos desnutridos, amontonados, calcinados, atrapados; los ojos inmensos del hambre. Y la colección de lentes, peines, pelos, cadáveres. El encierro nazi y las literas deshabitadas. Deshabitadas once años después: antes estuvieron abarrotadas, y quien no murió de hambre murió de peste. La peste corroe el cuerpo pero también el alma.
“Noche y niebla” es una huella que hasta entonces había quedado muda. Muda en la grandiosidad del relato de Jean Cayrol. La imagen duele, pero también duele lo que se cuenta. Y lo que se cuenta busca evitar el olvido. Una imposibilidad.
Si el documental de Resnais duele es porque había un herido que había sido ocultado. Y este documental es su revelación. La revelación busca chocar a los que no se anoticiaron, para que se enteren, para que se enteren que en esas bellas tierras de vegetación abundante y edificios inmensos, pocos años atrás todo un pueblo cayó herido por uno de los mayores genocidios de la historia.
En “Noche y niebla” los cuerpos desnudos, desnutridos, sin vida, siguen hablando y reclamándole justicia a la historia.
En algún parte entre nosotros, afortunados capos aún sobreviven, reincorporando oficiales y delatores desconocidos. Hay quienes no lo creen, o solo de vez en cuando.
Con nuestra sincera mirada examinamos esas ruinas, como si el viejo monstruo yaciese bajo los escombros.
Pretendemos llenar de nuevas esperanzas como si las imágenes retrocediesen al pasado, como si fuésemos curados de una vez por todas de la peste de los campos de concentración, como si de verdad creyésemos que todo esto ocurrió sólo en una época y en un solo país. Y que pasamos por alto las cosas que nos rodean, y que hacemos oídos sordos al grito que no calla.
“Noche y niebla”, texto de Jean Cayrol.