Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) [Birdman: Or (The Unexpected Virtue of Ignorance)], Alejandro González Iñárritu. EE.UU., 2014.
“Birdman” es una cámara vertiginosa sobrevolando los pasillos de un teatro, queriendo seguir una historia en el tras bambalinas del atrás de toda obra, o mejor, de ese actor que quiere volver a ser alguien en la lista enorme de nombres mainstream de actores y actrices estadounidenses. Triunfó en Hollywood. Fue Bat… Birdman. Hizo tres películas con el traje lleno de plumas, rechazó una cuarta y desapareció del mapa. Y ahora quiere volver a escena, justamente sobre las tablas, en Broadway, con una adaptación de Carver que él mismo escribió, dirige y protagoniza.
Todo el atrás se cae a pedazos. Todo se derrumba o explota en las paredes, y él, Riggan Thomson, exBirdman, ex superhéroe del mundo, actor caído, cree que eso que explota en las paredes es arrastrado por el súperpoder que alberga en su cuerpo, que le quedó de aquella vieja cinta que lo hizo triunfar y que también lo vio morir. El poder de destrozarlo todo, para luego salvarlo, salvarnos, de un monstruo inmenso, o del aburrimiento. Ambos parecen ser lo mismo. Y la cámara, un gran plano secuencia (simulado), se hace evidente para presenciar alguna catástrofe, que será esta o será otra: o seguir los fallidos de una obra antes de su estreno, o ver a su protagonista pegarse un tiro sólo para agregarle un poco de realismo, como le pide el personaje de Edward Norton, o porque las cuentas no le dejan avizorar mejor solución.
La cámara los persigue en un travelling que corta de a momentos, casi sin dejar rastros, para luego cambiar el tiempo e incluso el espacio. Hasta que llega la catástrofe, el abatimiento anunciado en el comienzo de “Birdman”, resistido y a la vez remarcado durante hora cuarenta de película, y finalmente encarnecido con la explosión inicial y las aves de algún crepúsculo imposible, esperando. Lo que quedaba de Birdman ha caído. El tipo en escena se ha baleado, y si aún titilaba alguna luz, ya ha dejado de alumbrar después de una enorme explosión.
“Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia” es una explosión que aprovecha el efecto del steadicam y el travelling infinito, como sobrevolando lentamente tras el fluir de los cuerpos, para dejar que la mente de un condenado, egocéntrico condenado, caliente, se eleve y se despedace por sí sólo. Por sí sólo mientras el equipo de producción, su abogadito, la hija sufrida y los otros actores de su obra se arrastran por los rincones devorándolo todo, como aves de carroña. Y aun así son mucho más humanos que él, infinitamente más humanos, sólo que la obra no es de ellos, son apenas un condimento de una gran representación que está llamada a fracasar, porque así salió sorteada.
La hija, la sufrida, la exdrogadicta hija de actor, que sufrió el divorcio y que probablemente lo conoció en una revista, es la que lo despierta, o intenta al menos. Quizás porque ella está ahí no por un nombre en la marquesina, sino por su padre. En un universo de títulos y galardones ella es apenas una persona. No es Birdman, ni siquiera es la hija de Birdman. El personaje de Michael Keaton sigue siendo Birdman, o lo que queda después de que la máscara y el maquillaje caen. Haberse visto terminado con ese papel le debe hacer tanto peso, que el pájaro con poderes lo persigue, le habla. Tiene otra voz. No es el aterrado exactor gastando el valor de sus casas en una obra que quizás lo liquide para siempre. La voz del pájaro es la de un demonio, y él la escucha, le responde, pelea con esa voz, que no es otra que la interior que por alguna razón se zafó y está ahí afuera, atormentando viejos presentes desgastados.
La película de Iñárritu es una comedia aparente, en la que los papeles fueron distribuidos en contrarios, para despistar, desarmar el viejo contrato posible con esa estrellita y armarse en algún momento para enfrentar lo que toca: Edward Norton no es un duro; se hace, lo que lo vuelve muy flaco, y parece hasta flojo ante tanto pasado y tantas otras actuaciones en el film. Pero en definitiva su personaje es un gran actor pero una pésima persona, o al menos eso último no le sale tan bien. Galifianakis siempre fue un tipo cómico con mirada triste, pero ahora es el desalmado, y está casi irreconocible vestido como una persona decente. Y Keaton es ya una especie de antihéroe, o un vestigio de lo que alguna vez fue un superhéroe. Su cabeza está en parte en esa obra que finalmente presenta, pero también está escapando, hablando con la voz grave, sobrevolando los autos, derrotando viejos monstruos que siguen pareciendo demasiado falsos.
La película es una aparente comedia, porque se mueve en un mundo de apariencias. Y realmente se mueve, siguiendo a un baterista cansado que aparece dos veces en el film, tocando en algún pedazo olvidado del mundo, dejándose tocar, en verdad, saludando gags perdidos, volviendo nuevamente a lo cómico en triste y trágico, mientras un actor que no usa Twitter corre en calzoncillos por el Times Square para entrar a una de las tantas funciones de prueba, volviéndose Trending Topic.
Y luego, el arma. El arma, que intenta matar lo que queda de pasado, el ser desdoblado en personaje y actor, intentando zafar de varias calamidades, en una obra que tuvo más publicidad que arte, o al menos eso da de pensar. Entre tantas vueltas, Iñárritu y su equipo de coguionistas le hacen un guiño a varios nombres del star system, repiensan la labor de los actores y de la producción, comparan el cine con el teatro y dejan flotando por ahí que todo eso les parece demasiado aparente, poco real, demasiado ilusorio, sin sentido. En definitiva, hay un toque nostálgico entre tantas corridas. Y corren sí a los críticos: a esa vieja solitaria llena de etiquetas que quiere acabar con una obra que no ha visto sólo porque desprecia al tipo que la pone en un teatro donde ella quisiera ver otra cosa. Nuevamente el círculo de los egocéntricos, ese mundo endiablado que hace de sus máximas la verdad inexpugnable para todos. Con el poder de 500 palabras y una publicación de gran tirada.
Grandes tiradas, preconceptos y muchos prejuicios ombliguistas. Para terminar elogiando una obra, que por un disparo imprevisto de último momento “cambia para siempre la escena al introducir el híper realismo”, o algo así. Al final se entrona el efectismo, que pareciera ser lo único que importa. Y bajo una nueva etiqueta: híper realismo, en una nota que rescata la virtud de la ignorancia.
Todo se reduce a la reducción. Por eso “Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia” ni es una comedia ni tampoco una tragedia. Es un film que merece ser visto, sobrevolado, destripado y vuelto a unir, si es necesario, para en fin, volver a descubrirnos. Como si todos los films hablaran de nosotros o nos debieran algo, maldita elite de egocéntricos. Pero si igual se busca algo, vale la pena volver a bañarse de sangre en uno de los pasillos más conocidos de la historia del cine, justo antes de que llegue Keaton con la cabeza aparentemente explotada, teniendo conversaciones con un bicharraco medio desplumado.
Vaquero, Juan Minujín. Argentina, 2011.
Hi. I’m Julian Lamar, I’m 33 years old and I’m an actor…
Así se presenta el protagonista de Vaquero ante las cámaras para un casting importante que se lleva a cabo en su ciudad. Mientras tanto, actúa en una obra de teatro y filma una película con figuras importantes del cine nacional. Antes, hizo TV y hasta publicidad.
¿Éxito? ¿Qué es el éxito? Tormento, parece.
La historia del film gira en torno de él, Julián y su monólogo interior nos permite conocerlo un poco mejor que el resto, por ejemplo, parece que no, pero dice guarangadas todo el tiempo, está algo frustrado y hasta resentido con algunas cuestiones del mundillo que habita: el de los actores y actrices en carrera. Gracias a esa voz –que funciona muy bien como recurso para transmitir o profundizar cierta atmósfera agobiante que envuelve al personaje- entramos en la intimidad de alguien que no está disfrutando de la imagen que el espejo le devuelve. Aunque, nos atrevemos a arriesgar, tampoco hace mucho por cambiarla. Ni por sonreír, ni por sentir.
Vaciado parece, o quizá lo está. Pero también es cierto que voluntad le falta para encontrar una salida a ese deterioro al que nos arrastran sin piedad la rutina, las frases hechas, el aparentar, el querer pertenecer y todo eso.
La familia de Julián entra en escena para mostrarnos de dónde proviene: un padre y un hermano muy progres, de buen pasar económico y que lo apoyan, pero no se sabe si en verdad se escuchan o se entienden como individualidades. Más bien, tenemos la sensación de que los encuentros familiares transcurren, como pasajeros momentos poco importantes y sustanciales pero que hay que transitar.
La “obligación de estar” se hace presente –más allá del núcleo familiar- en todas las esferas sociales que se visitan en esta narración; Julián reniega de las reuniones y las fiestas, pero concurre porque ¿no le queda otra?
Esa voz que nos cuenta la verdad vive hablando de la paja y del porno. Además de putear a todo el mundo que rodea al propietario de ella. Así está Julián: incapacitado para el contacto físico verdadero. Algo en sí ha bloqueado esa capacidad de piel haciéndolo olvidar que, justamente, la piel, las pestañas, las piernas – es decir, el cuerpo ajeno- nos humanizan permitiéndonos, a la vez que entendemos los límites de nuestra geografía, creer que es posible una comunicación.